La enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19) causada por SARS-CoV-2 fue identificada inicialmente en Wuhan (China) a finales de 2019, donde se identificaron a varios pacientes con una neumonía atípica grave1-4. Posteriormente, el virus tuvo una rápida propagación y causó una pandemia global con tasas de mortalidad de entre el 5 y 15%, siendo la población de más riesgo los adultos mayores y los pacientes con comorbilidades como hipertensión arterial (HTA), diabetes mellitus (DM) y patologías respiratorias crónicas, entre otras2,5.
La COVID-19 compromete principalmente el pulmón, pero no se restringe solo a este órgano1,6, puesto que se ha detectado evidencia del virus en otros tipos de células como las células gliales, neuronas, músculo liso, músculo esquelético e incluso tejido sinovial. Por tal motivo, síntomas como fatiga, dolor muscular, artralgia o alteraciones neuromusculares son frecuentes en estos pacientes1,2,4,6-10.
Se ha demostrado que el daño celular excesivo producido por el virus a nivel muscular y en otros tejidos contribuye a un ambiente hipóxico derivado del metabolismo anaerobio celular en el que la enzima lactato deshidrogenasa (LDH) convierte el piruvato en lactato, lo que genera una hiperlactatemia tisular. Como respuesta compensadora, se desencadena la activación del transportador de monocarboxilato (MCT) que, en condiciones normales, actúa como bomba reguladora de lactato e hidrogeniones, pero que en este caso busca disminuir de forma errática la acumulación de estas sustancias, puesto que su función es superada por las condiciones hipóxicas propias de la enfermedad. Estos eventos y la acumulación de dichas sustancias disminuyen el pH, limitan la síntesis del trifosfato de adenosina (ATP) y restringen el transporte eritrocitario de oxígeno, llevando a hipoxia tisular que causa dolor y fatiga. Todos estos factores, aunados a la respuesta desencadenada por la isquemia hipóxica con, por ejemplo, el aumento de factores de crecimiento, citoquinas y cambios microvasculares derivados, contribuyen a la generación de dolor por sobreestimulación del ganglio de la raíz dorsal a nivel espinal. Esto explica por qué es esperable que eliminar la causa desencadenante del ambiente hipóxico con suplencia de oxígeno y disminución de la carga viral del SARS-CoV-2 ayude a disminuir la sensación dolorosa al aumentar la oxigenación eritrocitaria y a reducir los niveles de lactato muscular7.
Los síntomas musculares y articulares pueden ser reportados tanto al inicio como a lo largo de la infección. Un 62,5% de los pacientes hospitalizados por COVID-19 persisten con algún síntoma más allá de 50 días desde el alta hospitalaria. La valoración y el seguimiento de los pacientes que persisten con síntomas musculoarticulares post-COVID-19 y que se beneficiarían de terapia de rehabilitación física constituyen un gran desafío clínico1,3,11. El dolor muscular y la fatiga se reportan como síntomas iniciales de la infección en un 19% y 32% de los casos, respectivamente, haciéndolos un motivo frecuente de consulta en todos los niveles de atención médica y planteando así la posibilidad de COVID-19 como diagnostico diferencial1,2,7,10. También es necesario considerar otros síntomas neuromusculares asociados a la reacción sistémica causada por el virus y que pueden evolucionar a cuadros graves como el síndrome de Guillain-Barré, en el que lo pacientes cursan con síntomas de entre 5 y 51 días posteriores a la aparición de los síntomas de la COVID-19, con aparición de signos y síntomas neurológicos como debilidad muscular, arreflexia osteotendinosa y prolongación de latencias motoras distales, entre otros4,6,8,10.
Por tal motivo, es de suma importancia seguir implementando medidas que contengan la tasa de contagios en aras de disminuir el impacto hospitalario y en salud publica. Entendiendo que toda intervención que disminuya el número de casos de infección reduce directamente el número de pacientes que, entre muchas otras manifestaciones, pueden presentar síntomas musculares y articulares. Dentro de estas normas, se destacan el adecuado y frecuente lavado de manos, la higiene al estornudar y toser, no tener contacto con la cara y mucosas, evitar lugares y transporte público concurridos, mantener una adecuada distancia social, evitar viajes innecesarios y el uso obligatorio de mascarilla quirúrgica, entre otros2,5. Es importante destacar que, si bien las medidas de contención y prevención ya mencionadas son las más importantes para disminuir el impacto de la COVID-19, hay que fortalecer los protocolos clínicos y actualizar las guías de práctica clínica para que todos los profesionales de salud implicados en procesos de atención puedan hacer un enfoque adecuado de los pacientes con COVID-19. Así, dentro del actual contexto de pandemia, podremos lograr una atención integral en los servicios de salud que garantice una rehabilitación oportuna.