Los psicofármacos (PSF) constituyen el eje fundamental del tratamiento farmacológico en múltiples trastornos mentales y de salud, agrupando desde ansiolíticos, hipnóticos, antidepresivos y antipsicóticos hasta estabilizadores del ánimo y estimulantes para el TDAH. Sin embargo, el patrón de prescripción en España se concentra principalmente en antidepresivos (AD) y benzodiazepinas (BDZ), que juntos representan cerca del 85% del consumo total, según datos del Observatorio de Uso de Medicamentos1.
El consumo de PSF es elevado en el conjunto del mundo occidental, y en general con una tendencia al alza, tanto en adultos como en jóvenes, suscitando un intenso debate en la literatura científica en los últimos años sobre si este aumento va acompañado o no de beneficios adicionales en salud2,3.
El consumo de antipsicóticos es mucho menor que el de BDZ y AD, aunque también ha experimentado un incremento notable en los últimos años en España (14,4 DHD en 2023). Sus indicaciones aceptadas tradicionalmente en España son la esquizofrenia y el trastorno bipolar, aunque es relativamente frecuente su uso en la depresión resistente y también en la demencia, en donde es de particular importancia tener en cuenta sus frecuentes efectos adversos4.
Respecto a los antiepilépticos o anticonvulsionantes, al igual que los antipsicóticos, a pesar de tener un consumo comparativamente más reducido (13,5 DHD en 2023), también ha experimentado un crecimiento sostenido atribuido principalmente a la expansión de sus indicaciones habituales a otros trastornos mentales más allá de la epilepsia como el trastorno bipolar o la cefalea.
En el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDHA) se utilizan mayoritariamente los psicoestimulantes predominando el metilfenidato. Aunque el consumo en España continúa siendo limitado (4,9 DHD en 2024), destaca su tendencia ascendente, tal como ocurre en los países de elevado poder adquisitivo5.
Las benzodiazepinas (BDZ) fueron descubiertas en la década de los 60 y a partir de los años 70 su uso se popularizó, hasta el punto de que el diazepam se convirtió en el fármaco más prescrito a nivel mundial. Sin embargo, pronto se evidenciaron importantes consecuencias relacionadas con su potencial de dependencia, lo que motivó críticas y preocupación en la comunidad científica pero también en la sociedad6,7. Como respuesta, a principios de los setenta se establecieron diversas restricciones y recomendaciones específicas de prescripción destinadas a evitar el uso indiscriminado, y fomentar su uso solo en sus indicaciones clínicas y limitando la duración del tratamiento. A pesar de ello, su consumo fue en aumento en la mayoría de los países.
En España, las BDZ han mantenido una tendencia al alza hasta 2014, año en que se inicia una tendencia a la estabilización hasta los años 2020-2021, en el que hubo un importante repunte coincidiendo con la pandemia de COVID para volver a descender a partir de 20221.
El notable incremento en el uso de antidepresivos (AD) se dio a partir de la década de los noventa coincidiendo fundamentalmente con la introducción de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), que ofrecían una eficacia similar a los clásicos, pero con un mejor perfil de seguridad y tolerancia, lo cual facilitó su uso, no solo en el tratamiento de la depresión, sino también en otros trastornos como la ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo y otros relacionados. El resultado fue un crecimiento exponencial en su prescripción, consolidándose durante décadas como los AD de primera elección en múltiples contextos clínicos, tendencia a la que se han sumado los médicos de familia. La evolución global de su consumo ha seguido un patrón ascendente y desde 2022 su DHD ha superado ya a las de BDZ, fenómeno que se viene registrando en la mayoría de los países europeos desde hace varios años8.
Según datos del Ministerio de Sanidad el consumo tanto de BDZ como de AD aumenta progresivamente con la edad, es mayor en mujeres que en hombres, mayor entre los nacidos en España respecto al extranjero y se asocia con otras variables sociales como desempleo, menor renta o residencia en municipios de menor tamaño9.
Los riesgos inherentes al uso prolongado de BDZ—tolerancia, dependencia, accidentes, fracturas, incremento del riesgo de demencia y mortalidad global—han convertido a estos fármacos en un auténtico problema de salud pública, reclamando medidas firmes para limitar su prescripción y fomentar estrategias de deprescripción10. A pesar de que su tendencia en España en los últimos años es al descenso, no debemos olvidar que su consumo sigue siendo muy elevado y el reto actual no sólo es promover la retirada progresiva, sino insistir en que la mejor manera de reducir su consumo es no iniciarlo, salvo en los casos extremadamente graves, a la menor dosis y el mínimo tiempo posible, y aportando información, en el momento de la primera prescripción, sobre sus efectos adversos a medio y largo plazo10.
Respecto a los AD, en algunos países se están utilizando para cubrir el hueco dejado por las BDZ, pero es preocupante que su aumento progresivo se deba sobre todo a costa de su uso prolongado. Los nuevos AD se comercializaron como medicamentos exentos de acción aditiva, sin embargo, bajo el denominado “síndrome de discontinuación” se esconde un eufemismo interesado del síndrome de dependencia, lo cual explica la dificultad para su retirada tras la remisión del episodio y por tanto su uso crónico. Este hecho, obliga a ser más rigurosos al realizar la primera prescripción, explicando al paciente sus beneficios esperables y sus posibles efectos indeseables a corto y largo plazo11.
La amplia aceptación de la perspectiva biologicista de la depresión —que sostiene que los trastornos mentales son consecuencia directa de alteraciones en la neuroquímica cerebral, especialmente de un déficit de serotonina— ha contribuido significativamente al aumento de su diagnóstico y tratamiento. Sin embargo, estudios recientes, como la revisión sistemática publicada por Joanna Moncrieff en 2022, han cuestionado esta interpretación al no encontrar evidencia científica robusta que vincule niveles bajos de serotonina con la aparición de la depresión12. Estos resultados exigen ampliar el marco explicativo y clínico, integrando prioritariamente los factores psicosociales, económicos y culturales, tradicionalmente subestimados tanto en la comprensión etiológica como en el abordaje terapéutico de estos trastornos.
En la figura 1 se presentan los datos de consumo de BDZ y antidepresivos en DHD de España, comparados con los de varios países miembros de la OCDE, y se observa que España ocupa una posición destacada en el consumo global de ambos grupos terapéuticos, sólo superada por Islandia y Portugal, y equiparable a Suecia8. Asimismo, los resultados muestran que no existe una relación directa ni inversa entre el consumo de antidepresivos y de benzodiacepinas, ya que países con contextos socioeconómicos semejantes, e incluso países vecinos, manifiestan patrones de consumo notablemente diferentes. Este hecho sugiere la influencia de distintos patrones culturales en la demanda y respuesta ante los problemas emocionales, que son compartidos por la población general y por la comunidad médica.
Estas divergencias hacen dudar de la efectivad real del aumento en el consumo de los psicofármacos y resalta una tendencia a la progresiva medicalización de la vida y posiblemente a la falta de alternativas (psicoterapéuticas o socioeconómicas) ante los problemas de salud mental y ante las adversidades de la vida, algo que, aparentemente, se aborda de una forma diferente en cada país.
Por otra parte, resulta llamativo que el incremento sostenido en el consumo de psicofármacos observado no se haya traducido en una disminución de la prevalencia de los trastornos mentales. Al contrario, datos recientes revelan que en España existe una tendencia al alza en la carga de enfermedad mental en la sociedad que no ha descendido pese al aumento del uso de estas medicaciones13.
En síntesis, urge reevaluar el papel de los psicofármacos en la práctica clínica, apostar por una prescripción segura, informada y limitada, avanzar en estrategias de deprescripción y reforzar las intervenciones psicosociales, evitando la medicalización innecesaria y abogando por una cultura de salud mental menos dependiente del fármaco.
